Entregada al monstruo

Cuando la luz de los faros acabó por perderse al final de la curva, una oleada de alivio inundó su cuerpo.
No hay mayor consuelo que el que trae la oscuridad, ni mejor refugio que el que te proporciona el viento y las sombras.

El paso de los meses había convertido al frío en su compañero de viaje, un cruel acompañante que disfrutaba clavando miles de alfileres en su oscura piel,
y esa noche el frío se reía burlón y se cebaba con ella por ir desnuda, en medio de una carretera, en pleno mes de enero.

Solo le quedaba un tibio recuerdo de lo que un día fue una vida normal.
Una vida en la que había hambre, pero no golpes.
una vida en la que había esperanza y no lágrimas,
una vida en la que el frío se combatía con mantas, y no dentro de coches que huelen a tabaco y son conducidos por monstruos que miran ebrios de odio.

Apenas recordaba lo que era una cara amable, e incluso había olvidado la cara de su madre por miedo a que apareciese en sus sueños y le hiciera darse cuenta de que su vida ya no era una vida.
Que le recordara que se había equivocado.

Un motor volvió a susurrar en el horizonte.
Activó el bloqueo de sus sentimientos, y los recuerdos del pasado y su madre volvieron a quedar recluidos en lo más profundo de su ser.
Pero lo que no hizo fue enjugarse las lágrimas que se habían abierto paso desde ese rincón oscuro del alma.
Quería que él la viera así, que aunque no pudiera lucha contra el monstruo al menos le llegara algo de su dolor y su pena.

La luz de los faros le cegó un instante, y el sonido de un coche deteniéndose y una ventanilla bajando, hizo que su corazón dejara de latir un par de segundos.
Su cuerpo acabó entrando en la guarida del monstruo, pero su mente no dejó de correr libre por los campos vírgenes de un poblado africano.

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